En la jaula del lenguaje



Autor: Franz Schandl


«El lenguaje está atravesado por una
fatalidad tal que, en primer lugar, paraliza
cualquier cuestionamiento fundamental del
sistema mercantil».
(Raoul Vaneigem, El libro de los placeres)


No nos entendemos a ciegas, nos entendemos hablando. No somos libres de
hablar o no hablar. Si queremos o rechazamos, deseamos o negamos algo,
tenemos que hablar. Explicitar significa hablar, formular y dejar constancia de lo
que se quiere decir. En la inmensa mayoría de los casos, hablar significa
verbalizar algo. Las interpretaciones implícitas están sujetas a límites más
estrechos en nuestro orden complejo que en contextos arcaicos y más antiguos.
Simplemente tenemos que hablar, escribir y leer para comunicarnos entre
nosotros. Dependemos explícitamente de la palabra y de la frase, del texto. El
lenguaje es una expresión de la conciencia y la conciencia es una expresión del
lenguaje; se funden el uno en el otro, designando simplemente aspectos
diferentes de una misma cosa, sin que uno sea el original y el otro el que sigue. El
lenguaje y la conciencia son inseparables. Uno no se refiere a la otra, y desde
luego no va una después del otro, sino que una y otro están inseparablemente
entrelazados.


Hablar y corresponder

Martin Heidegger escribe: «Sólo somos capaces de hacer todo esto si lo
consideramos antes de preguntarnos lo que siempre parece ser la única pregunta
urgente y es la siguiente: ¿Cómo debemos pensar? Pues pensar es la acción1
propiamente dicha, en cuanto acción significa tomar de la mano la esencia del ser.
Esto asevera: preparar (construir) ese ámbito para la esencia del ser en medio de
lo existente, en el que coloca en palabras a su esencia y a sí mismo. El lenguaje
es lo que a toda reflexión abre primero su camino y pasarela,. Sin lenguaje, toda
acción carece de toda dimensión en la que pudiera tener lugar y efecto. El
lenguaje nunca es la primera expresión del pensar, del sentir y del querer. El
lenguaje es la dimensión inicial dentro de la cual, el ser humano tiene, recién
entonces, la capacidad de actuar en consonancia (entsprechen) con el ser y sus
demandas y, en esa consonancia pertenecer al ser. Esta consonancia inicial,
desarrollada propiamente, es el pensamiento. Es a través del pensamiento como
primero aprendemos a habitar el ámbito en el que tiene lugar el olvido del destino
Actuar, accionar en alemán handeln toma el sustantivo Hand =mano. como raíz para la
forma verbal.
del ser, el olvido de la armazón. La esencia de la armazón es el peligro. Como
peligro, el ser se aparta olvidando su esencia y gira así al mismo tiempo contra de
la verdad de su esencia. En el peligro tiene lugar este alejamiento que aún no es
considerado. En la esencia del peligro se oculta, pues, la posibilidad de un giro en
el cual, el olvido de la esencia del ser se vuelve de tal modo que con este giro la
verdad de la esencia del ser entra en el ser mismo.» (La técnica y la Kehre,
Pfullingen 1962, p. 40)

Corresponder por medio del habla es la base de la afirmación. En la práctica, pero
también en el plano espiritual. La pregunta «¿Cómo debemos pensar?» no la
formulamos nosotros, ella se nos plantea. Los resultados son semejantes a
ejecuciones, no a tener delante. También en este caso, la libertad rara vez va más
allá de la constatación de la necesidad. Se nos hace una pregunta para que la
respondamos. Tiene un carácter implícito; las actitudes y acciones
correspondientes son la consecuencia. En la mayoría de los casos, la experiencia
es suficiente para hacer lo que hay que hacer. Por eso Heidegger describe
también esta acción como correspondencia y realización. La madurez es
obediencia realizada. Puede que uno no sepa lo que dice, pero sabe bastante bien
lo que tiene que decir. Este pensar no va más allá de la reflexión, porque ésta es
completamente suficiente. Esto que corresponde es sin contradicción. El camino y
el acceso ya están en marcha, nos marcan, nos empujan hacia donde ya estamos.
Entonces caminamos en círculos. La correspondencia activa tiene lugar en la
conciencia y en el lenguaje a través de la acción. Casi nunca pensamos «¿Cómo
pensamos?». Lo que se sirve se suele volver a servir, lo que se piensa se vuelve a
pensar, lo que se escribe se vuelve a escribir. En este sentido, los algoritmos
digitales son sin duda competidores y sustitutos de las convenciones analógicas o
quizá incluso su adecuada culminación.
« Aplicada a los seres humanos, la frase que afirma que la entidad lingüística de
las cosas es su lenguaje; se transforma en ´la entidad lingüística de los hombres
es su lenguaje´. Y esto significa que el ser humano comunica su propia entidad
espiritual en su lenguaje. Pero el lenguaje de los humanos habla en palabras. Por
lo tanto el hombre comunica su propia entidad espiritual, en la medida en que es
comunicable, al nombrar las demás cosas». (Walter Benjamin, Para una crítica de
la violencia y otros ensayos, Iluminaciones IV, Editorial Taurus,Capítulo Sobre el
lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos, pág. 61/62.) El lenguaje
es concreción a través de la abstracción, un proceso que siempre se sintetiza
inevitablemente en el habla y la escucha, la escritura y la lectura. Su admisibilidad
no es objeto de negociación. Al contrario, el lenguaje está presupuesto, incluso se
anticipa. Su modo es la recapitulación constante. Su código puede ser vulnerable,
pero no sustituible. Al menos todavía no. La lengua dominante es la lengua de los
dominantes. No sólo se enseña en las instituciones educativas, desde las
escuelas primarias hasta las universidades, sino que también se reproduce
constantemente a través de los acontecimientos económicos, mediáticos y
políticos, especialmente en sus dimensiones de la cultura industrial. Su presencia
es omnipresente. Sus oraciones y giros lingüísticos, sus frases y conceptos se
repiten y rebobinan constantemente y con eso se imponen. Se habla así, entonces
hablamos así.
Practicamos sin practicar propiamente. Esta familiarización permanente nos
moldea y sólo podemos salir de ella con gran esfuerzo y dificultad, si es que
podemos. De manera que tenemos que hablar y escribir así, en primer lugar, para
mantener subjetivamente nuestra conexión y, en segundo lugar, para confirmar
objetivamente nuestra conexión una y otra vez. La pertenencia, es decir, la
vinculación, es obligatoria. El individuo se constituye a sí mismo como miembro
leal de la comunidad lingüística y ésta, a su vez, se constituye permanentemente
de nuevo a través de esta lealtad. Es el proceso de una afirmación practicada que
ni siquiera depende del consentimiento o incluso de la profesión de fe. Se produce
sintéticamente a espaldas de actores de mente estrecha. Las grafías y los
modismos normativos son elementales para la cohesión social. Activación significa
confirmación. Esto también lo asumen los Estados y las sociedades que han
adoptado una lengua, sin tener realmente que regularla o incluso prescribirla. Esta
lengua no sólo se manifiesta, sino que se multiplica en las expresiones de la vida
cotidiana, en los negocios y en la escuela, en la política y en el ocio. Y la
digitalización ha potenciado aún más esta multiplicación.
«El lenguaje de la autoridad sólo llega a reinar gracias a la colaboración de los
gobernados, es decir, con la ayuda de mecanismos sociales de producción de un
entendimiento basado en el malentendido, que es el origen de toda autoridad».
(Pierre Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Sobre la economía del intercambio
lingüístico, 1982. Con una introducción de John. B. Thompson. Traducción de
Hella Beister. 2ª edición ampliada y revisada, Viena 2005, p. 107) No habría otro
camino; toda comunicación fracasaría. Y esta colaboración no sólo tiene lugar a
través del lenguaje, sino que ya es inherente y está predeterminada en el
lenguaje. El gran ideal hegemónico es la lengua común. Es la expresión de lo
regulativo determinante. No se salva ningún ámbito. El entendimiento requiere un
acuerdo. Este consentimiento no es una cuestión de elección. Normalmente, aquí
no hay nada que separar, sino que honrar. Los significados sociales del
vocabulario están predeterminados y sólo pueden moldearse hasta cierto punto.
Cada acceso a una palabra es un acceso de la palabra al usuario. «El lenguaje
debe ser siempre inevitablemente un código. Siempre debe establecer términos
(como elementos de conjuntos) y definir relaciones prácticamente inequívocas
(conjunto-lógicas y conjunto-formativas) entre ellos, es decir, abarcar e instituir
una dimensión identitario-lógica de univocidad». (Cornelius Castoriadis, La
sociedad como institución imaginaria. Esbozo de una filosofía política. Traducido
por Horst Brühmann (1975); Fráncfort del Meno 1990, p. 400) Cada denominación
pone algo por otra cosa. La afinidad con el intercambio es evidente. Se afirman
identidades, y cuando muchas siguen a estas identificaciones, se convierten en
identificaciones. El objeto no se limita a asociarse, sino que se define ante
nosotros como tal. El lenguaje es apodíctico. Lo que se afirma a sí mismo aparece
(cómo no) como norma y ley. Estamos comprometidos con estas palabras, por lo
tanto estamos de acuerdo con ellas, somos sus defensores. Es una relación,
como no podría ser de otra manera, relación simbiótica que aparentemente niega
toda ambivalencia, una pertenencia férrea que simplemente se ve como algo dado
y no como socialmente constituida.
Es el condicional incondicional. El lenguaje se erige en incondicional, aunque sólo
pueda utilizarse condicionalmente. Por tanto, no se crea para esto y aquello, sino
que es la preformación de lo que se dice. Interviene de forma ontologizante
ampliando sus términos no sólo territorialmente, sino también temporalmente,
escogiendo hacia atrás y hacia delante. Considera que su presencia es ubicua.
Por otra parte, sólo podemos traducir algo en el lenguaje de que disponemos.
Pero, ¿quién puede decir que esto es adecuado para el contenido abordado? A
través de nuestros conceptos y representaciones, forzamos lo que miramos con
pura certeza en un corsé que no se ajusta necesariamente al objeto en absoluto.
Fuera de su campo de aplicación, comenzamos a violentar estos términos; en
realidad son no compatibles, pero fingen serlo. Cuanto más lejos está algo, en
términos de tiempo (y lugar), más dudas surgen. Cuando traducimos a Aristóteles
o los Edda, los traducimos con nuestras propias palabras, independientemente de
si hubieran sido apropiadas en su momento. Eliminamos las barreras históricas e
imponemos nuestras categorías a otras épocas como si fuera lo más natural del
mundo. Hay una colonización temporal del pasado por el presente. Y lo que se
aplica al pasado debe aplicarse también al futuro.
No se habla lo que se quiere hablar, se habla lo que se debe hablar. El lenguaje
no es un don, sino un regalo. Las personas aparecen como las máscaras de sus
caracteres. Uno cumple expectativas y espera correspondencias. «Uno acepta
hacerse aceptable», dice Bourdieu (Was heißt sprechen?, p. 84), la actuación
adquiere la «forma de una censura anticipada, una autocensura» (p. 85). Se trata
de una censura integrada de la que ni siquiera se percatan los ahora idénticos
censores y censurados. Se trata siempre del mantenimiento de las formas. Esto
debe interpretarse de forma bastante global, es más que una postura táctica, es
una programación fundamental. Conformarse no significa limitarse a expresar
contenidos dominantes y adaptados, sino ajustarse a la forma imperante. Significa
adherirse a la forma y al molde. En todo lo que se dice, lo más importante es
mantener la forma, confirmarla. La forma, sin embargo, es contenido condensado,
comprime y concentra lo elemental respectivamente. Esta forma, a su vez,
también determina el contenido que es aceptable y apropiado. Haberse salido de
la forma es uno de los peores reproches que se le pueden hacer, mientras que
cualquier desviación en el contenido es un delito menor. Por tanto, el contenido
puede fluctuar, pero se vuelve más amenazador cuando la propia forma empieza
a tambalearse. Sólo entonces puede dar lugar realmente a trastornos, que
también representan rupturas, no sólo un cambio.
Especialmente en el lenguaje, es importante mantener la forma. Esto se refiere
principalmente a las convenciones sociales y no a la gramática y la ortografía. «La
palabra, y más aún la figura retórica, el proverbio y todas las formas de expresión
estereotipadas o rituales son programas de percepción; y las diversas estrategias
más o menos ritualizadas de la lucha simbólica cotidiana, al igual que los grandes
rituales colectivos de designación en cargos o, más claramente, el choque de
representaciones del presente y del futuro en la lucha política real, van de la mano
de una cierta reivindicación de autoridad simbólica, del poder socialmente
reconocido de imponer una determinada idea del mundo social, es decir, de su
estructura». (Pierre Bourdieu, Washeißtsprechen?, p. 100) No se trata sólo del
lenguaje, sino del uso social del lenguaje. Su uso sigue la costumbre establecida
de presentarlo de esta manera y no de otra. El uso sigue la costumbre establecida
de decirlo así y no de otra manera. Hablamos como hemos aprendido a hablar.
Nos guste o no, cultivamos la tradición. Seguimos aquí un cierto automatismo, que
ni siquiera podemos cuestionar en su práctica inmediata. Así que cantamos sus
canciones. En el lenguaje, practicamos para el orden existente. No olvidemos
tampoco que formar fila y formación son términos militares. El consenso es la
condición de la regla lingüística, el disenso sólo es posible como excepción. Este
último también debe distinguirse de las variantes del consenso, que tienen mucho
de clasista, de estrato social condicionado por el medio o la escena y marcan sus
respectivos acentos. Están condicionadas por la identidad y se cultivan
pluralmente, pero no hacen sino variar el estilo dominante, que es y sólo puede
ser un estilo burgués en todas sus emanaciones. El cambio coyuntural de la frase
no constituye aún una transformación, es una mera corrección del vocabulario.
Las palabras son consignas y documentos de dependencia. Quienes utilizan
constantemente consignas indican que están de acuerdo. Hablamos y
escuchamos gente de nuestra condición. Estamos entre nosotros, y cualquier
desviación es recibida con asombro y sanciones. El ritual se presupone
reconocido. Reconocimiento y conocimiento de la lengua no son lo mismo. El
reconocimiento puede ser total, por pobre que sea el conocimiento. El
reconocimiento no es una cuestión de capacidad, sino de acción. El
reconocimiento tiene lugar, el conocimiento requiere enseñanza y aprendizaje, es
decir, educación y conocimiento. La torre de marfil como grandeza distanciada
tiene ya aquí sus méritos cuando se trata de tratar lo que es.

El lenguaje como intercambio
«Ahora bien, la actitud racional se ha impuesto probablemente en la mente
humana ante todo por necesidad económica; es a la jornada económica a la que
debemos como raza la formación elemental en el pensamiento y el
comportamiento racionales -no vacilo en afirmar que toda lógica se deriva del
modelo de decisión económica, o, para usar una expresión favorita mía, que el
modelo económico es el caldo de cultivo de la lógica.» (Joseph A. Schumpeter,
Capitalismo, socialismo y democracia (1947), Tübingen 2005, p. 201) No sólo
actuamos según las leyes del mercado, también hablamos en el lenguaje del
mercado. La comunicación cívica es intercambio. «La teoría de la comunicación
es la teoría del lenguaje mercantilizado. La comunicación es habla mercantilizada.
Su mercancía es el símbolo. Al igual que el mercado es una gigantesca
acumulación de fenómenos de valor, una única gran transacción de mercancías,
la comunicación es una gigantesca acumulación de funciones simbólicas, una
única gran acción simbólica. .» Ulrich Enderwitz habla con razón de una
«verbalización del mercado». (Totale Reklame. Von der Marktgesellschaft zur
Kommunikationsgemeinschaft, Berlín (Oeste) 1986, p. 7 y siguientes).
La lengua no se aplica, sino que se utiliza. Está arraigada en nosotros.
Especialmente en la vida cotidiana, estamos completamente subordinados y a su
merced. Aquí, la lengua se nutre de giros lingüísticos y hábitos. Es significativo
que conozcamos dos significados para «handeln» en alemán, por ejemplo, pero
sólo tengamos una palabra. El mundo de los negocios quiere caracterizar todas
las actividades; en definitiva, todo lo que hacemos debe orientarse hacia él. Y todo
el mundo debería hablar su lengua, no sólo en los negocios, sino en todas partes.
«Es tanto más fácil para el burgués demostrar a partir de su lenguaje la identidad
de las relaciones mercantiles y las relaciones humanas individuales o incluso
generales, cuanto que este lenguaje es en sí mismo un producto de la burguesía
y, por tanto, como en la realidad, así en el lenguaje los movimientos del
ajedrecista se han convertido en la base de todos los demás. Por ejemplo,
propriété: propiedad y cualidad, property, propiedad e idiosincracia, “propio”en
sentido mercantil y en sentido individual, valeur, value, Wert, valor – comercio,
Verkehr: tráfico o intercambio comercial- échange, Exchange, Austausch,
intercambio, etc., que se utilizan tanto para las relaciones mercantiles como para
las propiedades y relaciones de los individuos como tales. En las demás lenguas
modernas ocurre lo mismo». (Karl Marx/ Friedrich Engels, Die deutscheIdeologie
(1845-46), MEW, vol. 3, p. 212 y ss.) Toda acción pide a gritos un «intercambio»,
toda idea debe convertirse en un «negocio». No se puede quitar sin más la argolla
de la nariz del lenguaje. La terminología específica de la economía se ha
convertido así en parte del vocabulario general de la vida cotidiana burguesa y de
su sano sentido común.
Y este proceso de ocupación lingüística aún no ha llegado a su fin. Por el
contrario, hoy parece que son precisamente las crisis elementales las que están
llevando a que el lenguaje sea tomado aún más por el freno, que el lenguaje
aparezca de forma casi fanática y agresiva, intensificándose ideológicamente de
manera inusitada. Las desviaciones terminológicas se convierten en objeto de
corrección pública. El lenguaje utilizado se reduce cada vez más a unos pocos
clichés y frases hechas. El vocabulario se ahoga en las palabras de valor, en la
seca cháchara de los negocios. El lenguaje se convierte en palabrería. Fórmulas
vacías, palabras sin sentido, afirmaciones irrelevantes, insidiosos tópicos,
cargados de significado precisamente por su insignificancia, entran
constantemente en los campos de la comunicación. No cabe duda de que nunca
se ha hablado tanto, sobre todo por teléfono (y mensajes de texto), pero eso no
significa que siempre tengamos más que decir. En absoluto. El lenguaje se está
limitando a un manual de instrucciones para charlas triviales, ya no se ramifica
(más), sino que se reduce a palabras de moda.
La charla trivial (smallTalk), probablemente la forma más común de hablar con los
demás, podría ser el prototipo de esto. Günther Anders lo llamó «intercambio
tautológico». (La antigüedad del hombre, volumen II. Über die Zerstörung des
Lebens im Zeitalter der industriellen Revolution, Munich 1980, p. 153) Va y viene,
aunque en realidad nada va y viene. Se trata de una comunicación simulada, en la
que la cháchara trivial se convierte en lo más importante de cada reunión.
«¿Cómo estás? «¡Pero sigue! Todo irá bien». – Esto es aún más claro cuando se
interactúa a través de dispositivos (por ejemplo, teléfonos, redes). En su
racionalización, se limitan a lo más importante, y lo más importante son los
negocios. El tacto se sustituye por la conmutación. Y todo debe ser rápido. La
aceleración es, por supuesto, una de las razones por las que la conversación se
convierte en charla trivial, sólo charla, cotilleo. Hablar del tiempo. Una forma
exagerada de esto es la palabrería. Sin duda, el ritmo de la conversación ha
aumentado considerablemente en las últimas décadas. Se tiende a la cháchara, al
galimatías.
La economización del lenguaje empuja a la gente hacia la charla trivial, incluso a
quienes no la aprecian. La gente intercambia cumplidos fingiéndolos, pero en
realidad no está dispuesta a dar ni a recibir nada. No hay empatía. Tú tampoco. El
hecho de que la otra persona quiera algo de ti se percibe como una imposición,
incluso una agresión. No dejes que te toquen y no toques nada. No dejes que
nada salga de ti y no dejes que nada te afecte. Al fin y al cabo, podría ser utilizado
en tu contra. Y sonríes. La cordialidad es un mal sucedáneo de la amistad.
Sospechas de la otra persona, y sospechas con razón porque te sabes
sospechoso y sospechado. La desconfianza es una característica central de la
perspicacia empresarial. Hay que tener mucho cuidado. La confianza se penaliza.
El lenguaje nos atrapa y el lenguaje nos inflige. Cuando podemos hacer algo, lo
«dominamos»; cuando hacemos algo, «trabajamos»; cuando damos nuestra
opinión sobre algo, lo «valoramos». Toda importancia debe tener su “valencia”,
toda capacidad humana debe traducirse en «capital humano». Cuando, por
ejemplo, la huida de muchos húngaros en el otoño de 1956 se describe en un
programa de radio como una «sangría de capital humano», se nota cómo el
lenguaje golpea sin que los hablantes se den cuenta. Hay que utilizar un
vocabulario capitalista para hablar de tragedias humanas. Hay que medirlas a toda
costa. Cuando se habla de recursos en lugar de talentos y capacidades, ya
deberíamos saber lo que está pasando. Detto, cuando se llama «capital» a las
facultades y energías humanas. Se supone que algo se vende. «Las palabras no
son inocentes cuando incorporan “ingenuamente” a las relaciones sociales del
capital lo que hace sólo unos años parecía haber escapado a ellas. Me refiero a la
inflación de la palabra «capital», que a partir de ahora determina el modo de
pensar dominante: «capital cultural», «capital de inteligencia», «capital educativo»,
«capital de experiencia», «capital social», «capital natural», «capital simbólico»,
«capital humano» y, sobre todo, «capital de conocimiento» o «capital cognitivo».»
(André Gorz, Wissen, Wert und Kapital Zur Kritik der Wissensökonomie
[Conocimiento, valor y capital. Sobre la crítica de la economía del conocimiento].
Traducido del francés al alemán por Jadja Wolf, Zúrich 2003, p. 59) La jerga del
mercado ha devenido en universal. «La jerga rige en toda la escala que va de la
predicación a la publicidad». (Theodor W. Adorno, Jargon der Eigentlichkeit. Jerga
de la autenticidad. Sobre la ideología alemana (1962/64), Gesammelte Schriften 6,
Frankfurt am Main 1998, p. 442)
La educación, por ejemplo, es una tarea, un empeño, un esfuerzo, una vivencia,
pero definirla como trabajo muestra en qué dirección tiene que ir: Se trata de
producir material humano explotable. Todo es sólo algo si encaja en la
terminología del valor. Todo sólo cuenta como algo si se le pueden asociar los
términos capital, trabajo o valor. Es espeluznante cuando a la educación se le
llama «trabajo educativo» y al luto «trabajo de duelo» o cuando a las técnicas,
artes y realizaciones humanas se les pone la etiqueta de capital humano y,
finalmente, el ego se convierte en una marca de ego. Y, de todos modos, la gente
habla de valores todo el tiempo, sólo para guardar silencio sobre aquello en lo que
se basan, el valor. La conspiración del vocabulario no es casual, por supuesto.
Aunque no haya sido planeada estratégicamente en parte alguna, cumple por sí
misma mediante su aplicación. Su uso constante conduce a su carácter
convincente. La tendencia a la simplificación del lenguaje mediante el vocabulario
del valor nos hace hablar como marionetas educadas del capital, cada vez más en
un inglés espantoso con la marca del negocio (business).
Dado que pensamos todo en términos de capital, parece como si todo debiera
pensarse derivándolo en términos de capital, o hasta como si se originara a partir
de él. Una vez más, la domesticación lingüística del mundo aparece como
naturaleza. Incluso el sentido común y la ciencia se encuentran aquí, por poco que
se gusten. Algunos pensadores hablan incluso de «bancos de ira» (Sloterdijk) y se
sienten originales en hacer una convención a partir de las partículas económicas.
En el sector cultural, en particular, hay gente que habla de « plusvalor estético»
como algo natural. Repiten de buen grado la jerga del capital. Las palabras
referidas al valor actúan como términos rectores. Están acreditadas como tales. El
orden social es también un orden lingüístico. Nuestro discurso se asemeja a un
comunicación cotidiana. De hecho, se trata una vez más de orden, no de contexto.
El lenguaje categoriza y asigna, selecciona y expulsa. El lenguaje es el
vencimiento diario que certifica nuestra insignificancia e invisibilidad.
Las «nuevas» combinaciones de palabras, auténticas monstruosidades de nuestro
tiempo, dejan clara una cosa: que la educación, la inteligencia, la cultura, incluso
los propios seres humanos, no son nada si no pueden valorarse y posteriormente
comprarse y venderse. Los términos no representan cosas y contextos, sino que
sirven como material formateable para su utilización. Se convierten en las
gelatinas verbales del capital. Deben percibirse como tales. La maquinaria
económica proporciona las matrices para este enfoque.
El lenguaje que hoy fuerza nuestros contenidos en la forma, porque fuerza la
forma en todos los contenidos, es el vocabulario del valor. Fijémonos en palabras
como valor, mercancía, trabajo o intercambio -solas o combinadas- que dominan
nuestra terminología y nuestras dimensiones, es decir, les dan forma y limitan
nuestras formas de hablar y escribir. Lo absurdo es que, cuanto más decaen, más
agresivamente hacen estragos en el reino ideal. Bailan la danza de la ronda
simulada. Encubren el hecho de que su vivacidad es un tambalearse y crisparse a
través de la prepotencia de su actuación. La ignorancia y la indolencia del público
hacen el resto. En este sentido, nos encontramos en un estado de apocamiento
generalizada, en una jaula de la forma. Por cierto, el término jaula no es casual,
más bien nos parece una excelente manera de definir nuestra perspectiva y
nuestra mirada: Nos asomamos desde la prisión a través de los barrotes, pero no
podemos salir de ella.

El lenguaje como restricción
Todos nuestros puntos de vista están formados por un lenguaje ocupante, es
decir, la forma determina y fija los contenidos que pueden moverse en sus
marcos. Esto es, sin duda, tanto una función como un defecto. El lenguaje no es
algo que sirva para expresar todo lo posible, sino que se crea para determinadas
posibilidades. Por tanto, el lenguaje establece el marco de las posibilidades tanto
de pensar como de actuar. No somos nosotros quienes controlamos las palabras,
sino que las palabras nos controlan a nosotros. El lenguaje contamina. Si
queremos expresar algo de forma autodeterminada, las palabras del valor se
expresan a través de nuestro lenguaje mediante el vocabulario dado. Es
exasperante. Incluso en momentos lúcidos, balbuceamos a menudo de manera
confusa. Pero esto también significa que este lenguaje no puede permanecer, sino
que debe ser superado mediante la propia crítica del lenguaje. Günther Anders
llegó a elaborar en una ocasión una lista negra de palabras desmoralizadoras
(Ketzereien, Múnich 1991, p. 130 y ss.), insistiendo explícitamente en una «crítica
del vocabulario» (p. 136). «En cualquier caso, debemos desenmascarar
constantemente el vocabulario. De hecho, la crítica del lenguaje debería
convertirse en el tema principal de la enseñanza. Pero, ¿qué profesor puede
hacerlo? ¿Quién enseña en eso a los profesores?» (Responde Günther Anders.
Interviews und Erklärungen, Berlín (Oeste) 1987, p. 151) Por supuesto, se trata de
un deseo piadoso por el momento, ya que nuestra educación consiste
precisamente en utilizar el vocabulario afirmativamente, no en examinarlo
críticamente. La crítica lingüística es indispensable, aunque no es una disciplina
especializada aparte, sino que debe formar parte por sí misma del habla y, sobre
todo, de la escritura. De forma permanente.
Si queremos cambiar las posibilidades, también debemos transformar el lenguaje.
La teoría crítica intenta ampliar y trascender los límites del lenguaje. Para hacer
comprensible lo incomprensible hay que saltarse deliberadamente las normas y
los usos. Pero esto también requiere lectores pacientes y dispuestos, lo que
difícilmente puede darse por sentado. «Sólo quien está seguro de su relación con
las palabras individuales en sus configuraciones puede cumplir las exigencias del
lenguaje. Al igual que la fijación del momento puro del significado amenaza con
convertirse en arbitrariedad, lo mismo ocurre con la creencia en la supremacía de
lo configurativo en lo poco funcional, meramente comunicativo; en el desprecio del
aspecto objetivo de las palabras. En el lenguaje que sirve para algo, se transmiten
ambas cosas». (Theodor W. Adorno, Jargon derEigentlichkeit. Jerga de la
Autenticidad, p. 452.) Según Günther Anders, es importante «dominar el lenguaje
hasta tal punto que podamos ir más allá de él. Es fácil decirlo, pero en realidad
nunca lo conseguiremos. Aunque sólo sea porque incluso la sintaxis del lenguaje,
de la que no podemos prescindir como de tal o cual palabra suelta sin sentido,
hace afirmaciones secretas sobre el mundo, afirmaciones que contradicen lo que
queremos decir». (Günther Anders, Philosophische Stenogramme, Munich 1965,
p. 126)
Nuestro lenguaje no es el medio adecuado para lo que hay que decir. La
enormidad de las circunstancias supera sus capacidades actuales, es su
«limitación lo que hace que nuestra situación actual sea “indecible” en sentido
literal». «La “brecha” entre lenguaje y realidad también se produce como
asincronía histórica». (Günther Anders, Sprache und Endzeit, §34 y 35; FORVM,
enero-marzo de 1990, número 433-435. p. 19) Esta asincronía es omnipresente.
Por lo tanto, criticar el valor en el lenguaje del valor es un problema que no debe
subestimarse. Incluso en los textos más fundados de crítica social, ronda un
vocabulario que va en contra de esto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Y, sin
embargo, hay que considerarlo y nombrarlo, incansablemente. ¡Hay que ser
redundantes!
«Al analizar el espectáculo, hay que hablar hasta cierto punto el lenguaje de lo
espectacular». (Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967), Berlín 1996,
§11, p. 17) Aunque sólo sea en aras de la comprensibilidad y la atención. La
crítica se habla en un lenguaje que no está creado para ella. La crítica social
fracasa a menudo por sus limitaciones lingüísticas. El lenguaje es el de la
sociedad mercantil; pensar contra ella en él exige esfuerzos extraordinarios, en
particular violaciones de la sintaxis y la gramática; requiere la invención de nuevas
palabras y la explosión de viejas frases. La ruptura de las convenciones está, por
supuesto, limitada por la comprensión de los destinatarios. Así que la luz a
menudo resulta como muy oscura, de lo cual un Hegel estaría muycontento. El
lenguaje del valor está configurado de tal manera que a menudo nos engañamos
con él y en él. Y, sin embargo, el lenguaje del engaño, que nos vemos obligados a
utilizar, sirve de muleta para criticar el intercambio. No hay salida inmediata a esta
precaria situación. Quien piense que con el lenguaje se puede decir cualquier
cosa con sólo saber expresarse ha entendido poco sobre el lenguaje.
Sin embargo, no se puede dominar el lenguaje, pero se puede reducir la sumisión
y la subyugación enfrentándolas hábilmente. Esto es un verdadero arte y una
noble tarea. Hay que entrar en el desfile del lenguaje, éste tiene que tropezar
consigo mismo, dejarse posicionar contra sí mismo. ¿Por qué hablamos como
hablamos, por qué escribimos como escribimos? ¿Qué nos ha convertido en lo
que representamos? Esta reflexión debe incluirse en la formulación (tanto en el
proceso como en el resultado), si no queremos que se pierda en la convención. Es
necesario dislocar el lenguaje. Es importante hacer flotar la forma, suavizarla,
licuarla. Y, por supuesto, también es necesario historizar constantemente el
lenguaje, y hacerlo consciente, esa es la tarea: decir lo indecible sin hacer estallar
lo decible.
Pero la teoría crítica sólo es posible interviniendo en el lenguaje, no con los modos
habituales del propio lenguaje, sino sólo contra ellos. Ninguna metáfora puede
estar a salvo. La batalla por el lenguaje es una batalla decisiva contra sus límites.
Y, sin embargo, la limpieza radical no debe ser demasiado exhaustiva si se quiere
que quede un mensaje. Si omitiéramos todo lo que deberíamos omitir, si
expulsáramos todo lo que deberíamos expulsar, pronto nos habríamos reducido al
absurdo. Entonces sólo quedaría el silencio. Así que lo que está bien también se
construye con y sobre lo que está mal, de otra manerano sería posible. Así que
nos comunicamos en un espacio que tenemos que ampliar, estirar, romper y
superar. Pero nos movemos dentro de él, aunque estemos en su contra. No no
situamos fuera de él, aunque todo esfuerzo mental deba pretender que puede
hacerlo. Sin eso, tendríamos que desesperar. Porque, hasta cierto punto, ¡sí se
puede! Hay un lenguaje, o más exactamente un vocabulario, más allá de los
barrotes. No sólo será nuevo, sino que será fresco porque respira aire fresco.
Como en el Segundo Cuarteto de cuerda en fa sostenido menor (1908) de
Schönberg.


El lenguaje como emancipación
Por tanto, no hay que reducir simplemente el pensamiento al lenguaje, pero está
claro que si se quiere alcanzar una intención más allá de la intuición, no se puede
evitar el lenguaje oral, pero sobre todo el escrito. Los conceptos y las categorías
no están ahí sin más, hay que desarrollarlos, formularlos y definirlos. Esto requiere
un texto razonablemente original para ser aceptado luego como especialidad y, en
el mejor de los casos, convertirse en un lugar común. Toda nueva regulación
requiere romper las reglas. El lenguaje que sirve para algo debe poder arrojar y
rechazar, necesita tanto la construcción como de la deconstrucción, pero para
generalizarse requiere también y ante todo una reconstrucción específica.
Hay que quitarse la máscara de la soberanía. Esta es una creencia infantil, incluso
por parte de los «grandes» escritores, un engreimiento que no está respaldado por
nada, pero que ya sirve a los propósitos de autoengrandecimiento y a los del
público. Pero esto es, en el mejor de los casos, un encantamiento y, en el peor,
una droga. La soberanía no es un estado, sino un eventual escenario. Al contrario,
la soberanía sólo comienza cuando conseguimos nombrar las dependencias y las
implicancias. La mera autoafirmación, en cambio, roza la alucinación. Cuanto más
pequeños pretendemos ser, más grandes somos. La dislocación de la imaginación
es también una consecuencia de esta crítica del lenguaje. Sus desplazamientos
son a la vez un requisito y una condición de la emancipación social. Mientras el
lenguaje actúe como una jaula, el cambio es difícilmente concebible; queda
enredado en la reproducción de los valores y las palabras dominantes.
La lengua es siempre más poderosa que sus hablantes. Pero no es omnipotente
y, los hablantes simplemente impotentes. El objetivo del discurso creativo es la
autonomía del hablante. Por pequeña que nos parezca, es factible. Nuestra
inmodesta pretensión no es utilizar el lenguaje de la economía política, sino -hasta
donde y en la medida en que esto sea posible- desarrollar un lenguaje de crítica
de la economía política en el proceso de pensamiento, es decir, ,en el proceso de
escritura. Sólo si te congelas ante el lenguaje, éste se congelará. Esta es la forma
inevitable de enfrentarse a él, pero tampoco es inevitable. El lenguaje como
instrumento de la mentira también puede utilizarse para decir la verdad, siempre
que su empleo pueda emanciparse de su uso obligatorio. Casi nadie lo ha
expresado con tanta decisión y precisión como Guy Debord: «La teoría crítica
debe comunicarse en su propio lenguaje. Este lenguaje es el lenguaje de la
contradicción, que debe ser dialéctico en su forma, como lo es en su contenido. Es
una crítica de la totalidad y una crítica histórica. No es un «punto cero de la
escritura», sino su inversión. No es una negación del estilo, sino el estilo de la
negación. En su estilo mismo, la exposición de la teoría dialéctica según las reglas
del lenguaje imperante y por el gusto que han inculcado es una contrariedad y una
aversión, porque en el uso positivo de los conceptos existentes implica al mismo
tiempo la comprensión de su fluidez redescubierta y su necesaria pérdida.» (La
sociedad del espectáculo (1967), § 204 y 205, p. 173 y siguientes).
Esta fluidez es lo contrario de la esquematización de la función, como en el caso
del gendering, por ejemplo, que brilla en la creación de nuevas reglas, quiere
hacer regulaciones que crean desgana, pero en conjunto no favorece el acceso al
lenguaje, sino que lo dificulta.Se trata más bien de un hábil desbloqueo y
desregulación del lenguaje, no de la construcción de formulaciones guiadas por
intereses. No se trata de despojar conceptos o palabras de su disfraz actual y
volver a ponérselos, sino de tematizar, descifrar y, en última instancia, negar
específicamente los vínculos históricos de los respectivos usos del lenguaje. El
lenguaje debe fluir. Una frase no sólo debe estar asentada, sino también de pie,
tumbada, corriendo; debe ser poderosa y tierna, apodíctica y sensible. No se trata
de poder lingüístico. En última instancia, todo texto también debe dejar espacio
para respirar, no parecer una usurpación de derechos, sino ser una entrega y un
compartir. Debe poder ser creado.
¿El lenguaje choca con los desafíos cuando éstos ya no pueden procesarse
adecuadamente (no confundir con «captar», eso sería pedir demasiado)? Cuando
las palabras y los conceptos ya no parecen plausibles, ¿se desata un colapso del
lenguaje? Probablemente sea así cuando el vocabulario deja de tener sentido,
cuando las frases se vuelven huecas y vacías, cuando las oraciones parecen
meros prefacios y se vuelven rancias. Esto se siente más que se reconoce.
Entonces la jerga imperante pierde peso, se vuelve poco fiable. Su antaño sólida
base muestra grietas cuando se expresan las expresiones. Pero, ¿cuándo las
frases y los clichés resultan manidos? ¿Cuándo se vuelven inútiles, cuándo nos
cansamos de ellas? ¿Cuándo se desmoronan?
Posiblemente ahora. Hemos entrado en una fase en la que estos códigos ya no
son coherentes. Cuando todavía funcionan, lo hacen porque son opresivos, no
porque sean convincentes. Cuanto más prometen, aún más a menudo nosotros
mismos nos equivocamos. Mientras tanto, el intrusismo cultural-industrial nunca
ha sido tan grande. Quizá también porque el determinismo común se ha
debilitado, de modo que sólo el sobredeterminismo puede salvar todavía la
necesaria hegemonía. La cifra es porosa, las afirmaciones son cuestionables, por
muy enérgicamente que se presenten. Basta con llamar a la puerta para que
varias consignas se derrumben. He intentado mostrarlo con la frase «Y sí» como
ejemplo (Der Standard, 8 de agosto de 2020, Álbum A 6).
Lo que hace falta es una crítica del lenguaje que nos haga conscientes de las
convenciones y rompa conscientemente con ellas. Por supuesto, es diferente si
disolvemos el lenguaje o si éste se disuelve a sí mismo, y sin embargo lo primero
sólo puede lograrse si ocurre lo segundo, si una situación objetiva lo favorece o
incluso lo promueve. Hay que aprovechar la oportunidad. Por supuesto, el
esfuerzo debe ser conjunto, no solitario. No es aceptable acomodarse en
discursos y declaraciones convencionales. A pesar de todas las manifestaciones
en contra, el hundimiento del lenguaje burgués, especialmente de las palabras de
valor, es un hecho que hay que reconocer. Hay que desenmascarar con decisión
la ideología del vocabulario reinante. El lenguaje que debemos cultivar no es el de
las consignas, sino el de la contradicción. No sólo debemos hablar, también
debemos saber con qué y de qué estamos hablando cuando queremos decir algo.

Deutsche Fassung: https://www.streifzuege.org/2024/im-kaefig-der-sprache/

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